Desnudando la Realidad Laboral en Colombia

Desde tempranas edades, nos arrojan al abismo del mundo laboral, como si fuera un rito de paso necesario para nuestra supervivencia. Pasamos por todas las etapas educativas, desde el prejardín hasta la secundaria, donde ya empezamos a tener una ligera idea del desastre que nos espera. Ansiába con fervor terminar el grado 11 y liberarme de una vez por todas de la tiranía de la directora del colegio y su séquito de docentes. Pero oh sorpresa, al llegar a ese tan anhelado último año, nos estrellamos con la cruda realidad, esa misma que veíamos a nuestros padres padecer mientras nosotros estábamos inmersos en la burbuja escolar.

Comenzamos a trazar nuestro propio camino, preguntándonos qué nos hará felices y, sobre todo, por dónde empezar considerando los recursos que tenemos a nuestro alcance. Así fue como acabé, en el año 2011, matriculándome en un tecnólogo en gestión de negocios en el amado Sena, esa institución venerada por los colombianos como si fuera el santo grial de la educación. En mi modesta opinión, el Sena ha sacado de la miseria a más de un compatriota con sus técnicos y tecnólogos, democratizando la educación para el trabajo en el país.

En aquel entonces, me dije a mí mismo: “Estudiare aquí, conseguiré trabajo y luego continuar mis estudios profesionales. ¡Qué plan tan perfecto para mi modesta vida!” Parecía una estrategia infalible para sobrevivir en esta jungla llamada Colombia, un plan que prometía los famosos “huevos de oro”, en referencia a la estrategia del presidente de turno que hablaba de proteger unos huevitos misteriosos para garantizar el futuro del país.

Pero, qué sorpresa cuando el presidente cambió y comenzó a hablar de paz en vez de huevitos. ¡Un giro de 360 grados, como si estuviéramos en una montaña rusa de política! Y así, me di cuenta de lo jodidamente complicado que es abrirse paso en esta Colombia llena de cocaína, paramilitares, narcos, guerrilla, ejército y políticos corruptos. Empecé a vislumbrar la realidad que tanto escuchaba en el colegio, aunque nunca imaginé que la viviría en carne propia.

Con este amargo descubrimiento, seguí con mi tecnólogo en el Sena. Sentía que estaba en el paraíso, ¡sí señor! Pero mientras estudiaba, fui testigo de un evento importante en la vida nacional: el paro agrario de 2013. ¡Qué vaina tan brava! El presidente ni siquiera lo reconoció al principio, diciendo que eso del paro nacional no existía, pero al final tuvo que retractarse cuando el país se quedó sin comida y los campesinos se le rebelaron.

Al mirar hacia atrás, me di cuenta de la calaña de los políticos, esa fina casta que lleva años en el poder y que sigue manipulando los hilos de este circo llamado Colombia. Me preguntaba cómo hemos sobrevivido los ciudadanos comunes y corrientes, los asalariados, los campesinos, los emprendedores… Los que nos levantamos cada mañana a intentar arreglar lo que la gente de bien destruye.

El modelo del Sena tenía sus ventajas, eso no lo niego. Permitía a gente como yo incorporarse al mundo laboral. ¡Qué emoción conseguir un patrocinio de un banco importante y empezar a trabajar antes de graduarme!  Me decía a mis adentros.

Mi trabajo como aprendiz fue como un campo de entrenamiento para aprender a tragar sapos y a mantener la boca cerrada, incluso cuando el jefe la cagaba hasta el fondo. Sí, porque en este hermoso país tropical, aprender a callar y a no cuestionar al superior es una habilidad tan importante como saber sumar y restar.

Terminé mi práctica, me gradué con honores, pero ¿qué pasó después? Nada de ceremonias grandiosas ni celebraciones extravagantes. Solo seguía avanzando, aunque cada vez con más dudas sobre ese futuro prometedor que tanto cacareaba el presidente de turno.

Pasaron los años, cambié de trabajo varias veces, pero siempre me topaba con la misma realidad. El acoso laboral, el fraude, la indiferencia de los superiores… Y cuando por fin decidí plantarle cara al acosador déspota que tenía por jefe, ¿qué pasó? Fui procesado por la burocracia de la empresa y acabé renunciando para preservar mi dignidad, sin más recompensa que una indemnización y la certeza de que el sistema está podrido hasta la médula.

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